14 de jul. de 2011

ONDE ESTÃO OS INDIGNADOS DO BRASIL? POR QUE OS BRASILEIROS NÃO REAGEM?

No dia 7 de julho, Juan Arias, correspondente no Brasil do jornal espanhol El País, um dos melhores profissionais estrangeiros que atuam por aqui nessa área, dos mais agudos, escreveu um artigo em que pergunta: “Por qué Brasil no tiene indignados?”


Arias não dá respostas e faz, de forma direta e indireta, essa e outras boas perguntas, que me disporei a responder mais tarde, naquele texto da madrugada:
- será que os brasileiros não sabem reagir à hipocrisia e à falta de ética dos políticos?
- será que não se importam com os ladrões e sabotadores que estão nas três esferas de governo?
- será mesmo esse povo naturalmente pacífico, contentando-se com o pouco que tem?;
- por que estudantes e trabalhadores não vão às ruas contra a corrupção?
- que país é este que junta milhões numa marcha gay, outros milhões numa marcha evangélica, muitas centenas numa marcha a favor da maconha, mas que não se mobiliza contra a corrupção?
- será que não cabe aos jovens exigirem um país menos corrupto?
Publico o artigo de Arias na íntegra, em espanhol, perfeitamente compreensível. Oferecerei mais tarde ao autor e a muitos outros que se fazem as mesmas perguntas uma tentativa de resposta.
*
El hecho de que en solo seis meses de gobierno la presidenta Dilma Rousseff haya visto dimitir a dos de sus principales ministros, heredados del gobierno de su antecesor, Lula da Silva (el de la Casa Civil o Presidencia, Antonio Palocci, una especie de primer ministro, y el de Transportes, Alfredo Nascimento) caídos bajo los escombros de la corrupción política, ha hecho preguntarse a los sociólogos por qué en este país, donde la impunidad a los políticos corruptos ha llegado a hacer extensiva la idea de que “todos son unos ladrones” y que “nadie va a la cárcel”, no exista el fenómeno, hoy en voga en todo el mundo, del movimiento de los indignados.
¿Es que los brasileños no saben reaccionar frente a la hipocresía y falta de ética de muchos de los que les gobiernan? ¿Es que no les importa que los políticos que les representan, en el Gobierno, en el Congreso, en los estados o en los municipios, sean descarados saboteadores del dinero público? Se preguntan no pocos analistas y blogueros políticos.
Ni siquiera los jóvenes, trabajadores o estudiantes han presentado hasta ahora la más mínima reacción ante la corrupción de los que les gobiernan. Curiosamente, la más irritada ante el atraco a las arcas públicas por parte de los políticos, parece ser la primera presidenta mujer, la exguerrillera Dilma Rousseff, que ha demostrado públicamente su disgusto por el “descontrol” en curso en áreas de su gobierno. La mandataria ya ha echado de su gobierno -y se dice que no ha acabado aún la purga- a dos ministros claves, con el agravante de que eran heredados de su sucesor, el popular Lula da Silva, que le había pedido que los mantuviera en su gobierno.
Hoy la prensa alude a que Dilma ha empezado a deshacerse de una cierta “herencia maldita” de hábitos de corrupción del pasado. ¿Y la gente de la calle por qué no le hace eco, resucitando aquí tambiénel movimiento de los indignados? ¿Por qué no se movilizan las redes sociales? Brasil, después de la dictadura militar, se echó a la calle con motivo de la marcha “Directas ya”, para pedir la vuelta a las urnas, símbolo de la democracia. También lo hizo para obligar al expresidente Collor a dejar su cargo ante las acusaciones de corrupción que pesaban sobre él. Pero hoy el paísestá mudo ante la corrupción en curso. Las únicas causas capaces de sacar a la calle hasta dos millones de personas ahora son los homosexuales, los seguidores de las iglesias evangélicas en la fiesta de Jesús y los que piden la liberalización de la marihuana.
¿Será que los jóvenes no tienen motivos para exigir un Brasil no solo cada día más rico (o por lo menos menos pobre), más desarrollado, con mayor fuerza internacional, sino también menos corrupto en sus esferas políticas, más justo, menos desigual, donde un concejal no gane hasta diez veces más que un maestro y un diputado cien veces más, o donde un ciudadano común, después de 30 años de trabajo, se jubile con 650 reales (400 euros), mientras un funcionario público con hasta 30.000 reales (13.000 euros).
Brasil será pronto la sexta mayor potencia económica del mundo, pero de momento sigue a la cola en materia de desigualdad social y defensa de los derechos humanos. Todavía se trata de un país donde no se permite a la mujer de abortar, el paro de las personas de color alcanza un 20% -contra el 6% de los blancos- y la policía es una de las más violentas del mundo.
Hay quién achaca la apatía de los jóvenes al hecho de que una propaganda exitosa les ha convencido de que Brasil es hoy envidiado por medio mundo (y lo es en otros aspectos). O que la salida de la pobreza de 30 millones de personas les ha hecho creer que todo va bien, sin entender que un ciudadano de clase media europea equivale aún hoy a un rico de aquí.
Otros achacan el hecho a que los brasileños son gente pacífica, poco dada a las protestas, a quienes les gusta vivir felices con lo que tienen y que trabajan para vivir, en vez de vivir para trabajar. Todo esto es también cierto, pero no explica aún por qué, en un mundo globalizado, donde se conoce al instante todo lo que ocurre en el planeta, empezando por los movimientos de protesta de millones de jóvenes que piden democracia o le acusan de estar degenerada, los brasileños no luchen para que el país, además de ser más rico, también sea más justo, menos corrupto, más igualitario y menos violento a todos los niveles. Así es el Brasil que los honestos sueñan dejar para sus hijos, un país donde la gente todavía no ha perdido el gusto de disfrutar de lo poco o mucho que tiene y que sería aún mejor si surgiera un movimiento de indignados, capaz de limpiarlo de las escorias de corrupción que golpean a todas las esferas del poder.
Por Reinaldo Azevedo

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